The Rehearsal: entre la realidad y la simulación

El panorama de las series de televisión se ha convertido en un páramo de productos clónicos con estructuras predecibles y calculadas con el único objetivo de que el espectador no pueda evitar la tentación de ver un episodio más. Tan pequeña es la confianza en la capacidad de atención del espectador que esa urgencia se imprime ya no sólo a los finales de episodio sino que se extiende a toda su estructura, con capítulos cuyo esqueleto se compone de pequeños cliffhangers encadenados. Esto es consecuencia directa del propio formato del streaming, que ha moldeado un hábito de consumo adaptado a la posibilidad de parar la reproducción en cualquier momento, lo cual es el gran hallazgo y a la vez el mayor terror de la industria, pues el miedo a que no haya nadie mirando ha acabado dando forma a unos productos en los que no hace falta estar mirando realmente. Casi pareciera que el modelo a seguir fuese el de redes sociales como Tik-Tok, donde el contenido se le lanza al usuario sin que este realmente tenga que interactuar de ninguna manera.

En medio de este entorno resulta especialmente estimulante encontrar una propuesta como la de The Rehearsal, en la que Nathan Fielder utiliza recursos y formas puramente televisivos para hacer un cocktail único, estimulante y con inquietudes propias. Su punto de partida es lo suficientemente ingenioso para atraer la atención inicial del público: Nathan ayuda a otras personas a enfrentarse a situaciones cotidianas que temen mediante el montaje de unos ensayos a gran escala que les permitan estar en control de todas las variables para cuando se enfrenten realmente a esa situación. Estos ensayos son a la vez grandilocuentes (con réplicas de edificios y decenas de actores implicados) y sencillos, pues esas situaciones suelen reducirse a interacciones con otras personas (conversaciones con amigos para reconocer antiguas mentiras o disputas entre hermanos por una herencia) y es precisamente en ese conflicto entre opuestos donde se mueve la serie para generar su discurso.

Nathan utiliza el formato del Docu-reality, género que en su momento revolucionó la televisión y utilizó su carácter realista para atraer al público y refrescar formatos ya estancados. Con el paso de los años el formato del reality se ha ido retorciendo, exagerando e hibridándose con la ficción para mantenerse vivo, diluyendo la barrera entre géneros y subrayando en muchas ocasiones su carácter simulado, aceptando que el público ha perdido la inocencia y desconfía del concepto de realidad que promete el género. The Rehearsal abraza ese conflicto y lo convierte en su núcleo, pues lo que en otras manos podría haberse quedado en un formato episódico con casos semanales solicitando la ayuda del presentador, aquí se ve atravesado por una continuidad narrativa a través de Nathan, implicado en el proceso del ensayo hasta el punto de aplicarlo en su día a día. De esta manera las fronteras entre realidad y ficción quedan definitivamente desdibujadas, pues Nathan no es un presentador sino un personaje que realmente abraza ese método de enfrentarse a la realidad a través del simulacro, encarnando así el miedo al fracaso de toda una generación y su intento desesperado de mantener el control aunque sea mediante la ficción.

El tercer episodio profundiza especialmente en este conflicto y plantea algunas reflexiones muy interesantes. Nathan se encuentra inmerso en su propio ensayo sobre la experiencia de la paternidad, con niños actores que van intercambiándose cada cierto tiempo para reflejar así todas las fases del crecimiento de un hijo de manera acelerada. Nathan siente que no es capaz de sumergirse del todo en la experiencia al ser consciente del engaño, describiendo que sólo a veces consigue «pequeños destellos en los que realmente se siente como una familia». ¿Su solución para este conflicto? Crear álbumes de fotos con recuerdos falsos e instalar espejos con filtros que simulen la edad que debería tener respecto a la de su hijo.

¿Son acaso las imágenes la única manera que tenemos de enfrentarnos a la realidad? Estamos tan acostumbrados a recibir información a través de pantallas, con las redes sociales convirtiéndose en una herramienta básica en nuestra interacción con el mundo, que hemos asumido las imágenes, por muy trucadas que estén, como testigo incontestable de la realidad. En cierto sentido las redes sociales se han convertido en una extensión de esa revolución que supuso el formato reality, saliendo de los formatos de televisión para instalarse en nuestro móviles, convirtiéndonos en protagonistas de nuestro propio formato que compartimos con nuestros contactos. Las estrellas del cine y televisión han dado paso a los influencers como figuras a las que admirar, y los filtros se han convertido en nuestros pequeños ensayos del día a día. La teoría de Nathan consiste en hacer cada vez más grande el engaño, pero aún así se descubre incapaz de disfrutar de los pequeños momentos de verdad, así que la solución a este gran misterio de la vida probablemente sea deshacernos de todo el artificio posible y enfrentarnos a ella sin intentar tener todas las cartas en la mano.

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Vortex, Gaspar Noé (2021)

Acompañar el nombre de Gaspar Noé con los adjetivos polémico o provocador se ha convertido ya en un tópico, un cliché de esos que el director siempre intenta esquivar en sus películas. Por eso resulta especialmente refrescante encontrarnos en su último trabajo con una faceta diferente, más sobria y contenida, alejada de piruetas visuales pero que mantiene intacta su capacidad de impactar en el espectador.

El título Vortex nos remite rápidamente a otro de sus más recientes trabajos, Climax, y no solo por la sonoridad, sino porque ambos giran en torno al estado mental alterado de sus protagonistas: en un caso por el uso de drogas alucinógenas y en esta ocasión por un estado mucho más (si me permiten la rima) irreversible, como es la demencia senil.

Dario Argento y Françoise Lebrun en Vortex

Noé comenta que el proceso de escritura del guion se vio condicionado por las limitaciones que presentaba la pandemia a la hora de rodar, por lo que se planteó una historia con pocos personajes y espacios limitados. Estas restricciones sin embargo no desdibujan la personalidad del cineasta, que una vez más consigue elevar su propuesta a través de las formas, apostando por una pantalla dividida que confina a cada uno de los personajes en su propio encuadre, para representar así el aislamiento que se produce entre dos personas que habitan en un mismo espacio y la barrera infranqueable que supone la enfermedad mental.

Con este sencillo recurso se mantiene la llamada a la angustia tan presente en el cine de Gaspar Noé sin necesidad de avasallar al espectador desde lo visual o sonoro, encontrando así una vía mucho más elegante para llegar al mismo fin, a la vez que se dota a la película del dinamismo que aporta el montaje paralelo, incluso tratándose de situaciones cotidianas y con poco diálogo. Podría decirse que nos encontramos ante una versión más madura o menos macarra del director argentino, pues su tratamiento de la historia y los personajes destila respeto y cariño, sin dejar de lado su interés por dejar huella en el espectador, descubriendo que un simple fundido puede ser mucho más devastador que cualquier violencia explícita mostrada en pantalla. Estos detalles no son sino la confirmación de que, más allá de cualquier artificio, la elección de las formas que hace Gaspar Noé en sus películas va siempre en la búsqueda de la mejor manera de contar la historia que tiene entre manos, y eso es lo que distingue a los grandes directores.

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Crónica 19 LPA Film Festival

El Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria ha vuelto en su 19ª edición, congregando a su público habitual y fiel a sus principios, comprometido con un cine periférico y sin miedo al riesgo, que refleja distintas maneras de entender este arte y sus representaciones en diversos países. La mejor muestra de ello está en su sección oficial, en la que nos centraremos este año intentando rescatar los trabajos más interesantes.

Love me notLove me not (Lluís Miñarro)

La sección competitiva se inauguró con el último trabajo de Lluís Miñaro, Love me not, en la que el director catalán reinterpreta el mito de Salomé, más cercano a la obra de Oscar Wilde que al relato bíblico mientras lo traslada a la época actual en el entorno de una guerra en el medio oriente que no esconde los ecos de las recientes intervenciones americanas en ese territorio. Miñarro hace del trazo grueso una de sus principales herramientas, tanto en lo explícito de algunas de sus imágenes como en el subtexto político e histórico que en ningún momento quiere esconder. Una cuidada puesta en escena y la hermosa fotografía se dan la mano con unos diálogos teatrales en los que los personajes enuncian sus sentimientos e intenciones, creando una curiosa disonancia que da buena cuenta del carácter mutante e irreverente de esta película, muy en la línea del espíritu del propio festival.

Siguiendo con esa línea de cine mutante nos encontramos con La Portuguesa de Rita Azevedo Gomes, a la postre ganadora del Lady Harimaguada de Oro, el mayor reconocimiento del festival. La directora portuguesa adapta el relato de Robert Musil en el que una mujer espera a que su noble marido regrese de las incursiones contra el Obispo de Trento. La Portuguesa es por tanto un relato hecho a base de esperas, de tiempos muertos, de todo aquello que queda fuera en los libros de historia, pero la directora lo afronta con un poderoso apego a la estética de la época que representa, con una hermosa fotografía e iluminación natural, convirtiendo cada escena en una suerte de representación pictórica por la que pasean e interactúan los personajes. Se prescinde por tanto de una herramienta esencial del cine como es el montaje, lo cual no hace sino demostrar la importancia (y el absoluto domino de su directora) de otra herramienta: la puesta en escena. La belleza y fuerza de cada uno de esos cuadros que se componen en pantalla se dan la mano con el silencioso poder de la protagonista, que parece reivindicar a todos esos personajes silenciados por la historia.

La PortuguesaLa Portuguesa (Rita Azevedo Gomes)

Más cerca de la hibridación que de la mutación podríamos ubicar Paul Sanchez est revenu! de Patricia Mazuy, un thriller policíaco en el que ocasionalmente asoma la comedia y que parece el resultado del encuentro entre el Bruno Dumont más reciente con la obra de los hermanos Coen, con unos personajes que rozan la estupidez paródica y una investigación policial que se sumerge en un equívoco que se fragua a fuego lento ante los ojos del espectador, que no puede hacer otra cosa que sonreír con resignación ante las posibles consecuencias letales de esa cadena de errores. Resulta especialmente interesante el uso de la música y la puesta en escena para rescatar ecos del Western, llevando el código de esos personajes revolucionarios, con alma de bandido, hasta nuestros tiempos, donde el enemigo al que enfrentarse es el peso de una vida adocenada.

A un nivel menos interesante nos encontramos con Stitches dirigida por Miroslav Terzic, representante del thriller frío centro europeo, en esta ocasión con la incansable búsqueda de una madre sobre la verdad de su hijo muerto durante el parto 20 años atrás. Quizás el mayor logro de la película sea mantenerse fiel en todo momento al espíritu de su personaje protagonista, silenciosa e introspectiva, para realizar cambios en el punto de vista sólo cuando es necesario. Precisamente lo contrario a lo que sucede con el otro punto bajo de la sección oficial, la argentina Casa Propia de Rosendo Ruiz, que pone en pantalla la dificultad de una generación para salir adelante sin el respaldo familiar, poniéndole innumerables traspiés a un personaje que resulta abiertamente antipático, que parece nunca ser responsable de lo que sucede a su alrededor, pero del que aleja la mirada con cobardía cuando éste realiza un acto reprochable del que no puede echar la culpa a nadie en su entorno.

Stit Stitches (Miroslav Terzic)

A juzgar por su sinopsis podría parecer que el nuevo trabajo de François Ozon, Gracias a Dios, estaría más cerca de estas últimas propuestas que del resto de la sección oficial, pero es precisamente gracias al uso del punto de vista que el director consigue que su película sobre los abusos sexuales en el seno de la iglesia francesa sume varios enteros. El filme encuentra un punto intermedio entre el tono aséptico (que podría recordar a Spotlight de Thomas McCarthy) y el drama gracias a un montaje que va cediendo la perspectiva a distintos protagonistas sin caer en la tentación de regodearse en sus tragedias individuales. Con este recurso se consigue una visión global, acercándose a diferentes motivaciones y alejándose de una simple guerra contra la institución de la iglesia, a la vez que se enfoca la lucha por exponer la verdad como un trabajo colectivo en lugar de una victoria individual, lo que hubiese sido más práctico a la hora de satisfacer al público hambriento de emocionantes historias «basadas en hechos reales» pero sin duda más alejado de la realidad. Resulta especialmente interesante como ese pase del testigo entre los diferentes personajes sirve a su vez para marcar el momento en que cada uno considera haber alcanzado su objetivo, pues aunque se enfrenten a un mismo enemigo, cada uno lucha su propia guerra personal.

PirotecniaPirotecnia (Federico Atehortúa Arteaga)

En último lugar queremos destacar una de las propuestas más interesantes de la selección, Pirotecnia de Federico Atehortúa Arteaga, que rastrea los orígenes del cine en Colombia hasta el intento de asesinato de Rafael Reyes, presidente del país. Con ese punto de partida construye un ensayo fílmico a propósito de la estrecha relación entre el cine y los conflictos armados en su país, destacando el uso que se puede dar a las imágenes como arma para influenciar la opinión del pueblo y construir bandos enfrentados. En esa búsqueda se entrelaza la vida personal del director, que recurre a grabaciones de su infancia para recuperar el recuerdo de su madre. Es en esa búsqueda en la que se pone en cuestión la verdad que se considera inherente a las imágenes, alcanzando un momento especialmente brillante al ilustrarlo con una repetición deportiva. A priori podría resultar contradictorio que una película tan centrada en las imágenes deba recurrir en exceso a la palabra narrada para su desarrollo, pero ¿cómo no hacerlo cuando se está poniendo en evidencia la credibilidad de la imagen? Resulta especialmente estimulante asistir a un cine capaz de ponerse en duda a sí mismo y a todo el medio que lo sostiene, pues solo poniendo en duda los principios esenciales se pueden sacudir los cimientos para construir algo nuevo.

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Desde hace un par de años, durante uno de los últimos visionados que hice de Boogie Nights (Paul Thomas Anderson, 1997) llevaba dándole vueltas a la idea de hacer un pequeño vídeo-ensayo centrado en un aspecto concreto de la película: el uso de los letreros y su función narrativa a lo largo del metraje. Paul Thomas Anderson siempre ha destacado por su control de las herramientas narrativas que ofrece el cine y su forma de aplicarlas, siempre desde una perspectiva práctica y poco dado al capricho, y su aplicación de un elemento a menudo cosmético como son los letreros me pareció especialmente llamativo.

Tras mucho tiempo posponiendo el proyecto, comparto por aquí el resultado. No sé si será el primero de más vídeo-ensayos, pero espero que al menos les parezca interesante.

Boogie Nights: Historias en letreros

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La La Land: por amor al éxito

Quizá el mayor logro de Damien Chazelle en La La Land sea el intento de trasladar un género mágico e inocente por antonomasia como el musical al descreimiento y cinismo que reina en la época actual. Para ello utiliza como estrategia una ambientación temporal decididamente ambigua y un diseño que roza lo ‘kitsch’, creando un mundo de aspecto prefabricado para representar una historia de ambiciones realistas. En este juego de contradicciones insalvables es donde se libra la batalla más interesante del film, que parece contener dos películas en continua lucha por mantenerse a flote, logrando combinar secuencias musicales con decenas de actores realizando una coreografía, con otras centradas totalmente en el rostro de un actor. Si bien estas dualidades dotan a la película de múltiples aristas que invitan a replantearla con el paso del tiempo, la llevan en muchas ocasiones a hacer equilibrios en el límite de la hipocresía.

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La primera frase que se escucha en el film hace referencia al número de premios Oscar recibidos por una película, justo después de un número musical multitudinario rodado en plano secuencia (apaños digitales mediante) tan del gusto del academicismo actual. Este gesto, que bien podría ser casual, sirve sin embargo para apuntar el motor principal de la trama: el éxito. Mia y Sebastian son dos jóvenes que anhelan ser reconocidos en sus respectivos ámbitos artísticos: ella como actriz y él, músico de Jazz. Cada uno tiene sus ídolos y referentes a los que veneran, pero esa admiración sólo se expresa a través de elementos del todo triviales como un taburete o un enorme póster con el rostro de una actriz. No se señala su trabajo o los méritos que realizaron para formar parte del imaginario colectivo, sino que se reverencia la figura, el estatus de icono. En esa misma línea se encuentran las decisiones formales de la película, centrada en construir imágenes de inmediato atractivo estético, con vocación de postal o de GIF en internet, en lugar de dotarlas de verdadero significado. En última instancia se descubre que las motivaciones de Damien Chazelle son las mismas que las de sus personajes, entendiendo el reconocimiento y el éxito como llave para alcanzar la felicidad.

Esta tesis no sería tan grave si no fuese acompañada por una ideología profundamente individualista, que se filtra desde la forma en que se trata a los personajes (ningún secundario tiene importancia real, son simples accesorios para los protagonistas) o el planteamiento de no pocas escenas musicales en las que baja la luz y el foco centra toda la atención en el personaje principal, como si nada existiera a su alrededor. Esta sensación se refuerza en la secuencia final del filme, en la que los protagonistas parecen haber antepuesto el éxito individual a aquello que les unía y les había impulsado a alcanzar ese sueño. Aún con todo, una parte importante del público celebra el (supuesto) espíritu optimista de la película, probablemente porque el mensaje del éxito como objetivo último acaba calando en el subconsciente, y el amor queda relegado a un lugar secundario.

Esta decisión de desterrar el romanticismo, entendido como motor tradicional del género musical, puede entenderse también como parte del esfuerzo que hace la película por renovarlo, de la misma manera que la película va mutando desde el citado número inicial, muy en la línea de espectacularización desaforada propia de los referentes clásicos, hacia terrenos más depurados, en la que lo musical se integra de manera más orgánica con el relato y donde la película encuentra sus mejores momentos. La La Land comienza celebrando el espíritu festivo del género para acabar constatando que este no tiene cabida en una época tan egoísta como la actual.

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Westworld: romper el bucle

                                               A pesar de la obsesión de Ford por las enrevesadas tramas ocultas, la mayoría de los huéspedes sólo quieren un cuerpo caliente al que disparar o follarse.

Westworld – Episodio 9

Desde que se conoció su gestación, se señaló a Westworld como la serie llamada a ser heredera de Juego de Tronos en HBO, poniéndose sobre el trabajo de Jonathan Nolan y Lisa Joy la responsabilidad de aportar a la cadena una nueva serie que aunara prestigio y éxito entre el público como ha conseguido la adaptación de la saga de George R.R. Martin. El hecho de que se base en material ajeno, en este caso la película de Michael Crichton de mismo nombre, y el evidente contenido sexual y violento de la serie llevó a muchos a afirmar que la serie había sido ideada siguiendo la fórmula de Juego de Tronos para asegurarse el éxito. La primera temporada de la serie ha demostrado que el verdadero objetivo era desmontar esa fórmula.

Resulta indiscutible que en Westworld hay sexo y muerte en igual o mayor cantidad que en la adaptación de Canción de Hielo y Fuego, pero la forma en la que se abordan es muy diferente. Las reglas del mundo de Westworld hacen que la muerte de ciertos personajes no implique su desaparición, sino que es muy probable que en cuestión de minutos aparezcan para seguir desempeñando su función. Con este mecanismo se despoja a la muerte del habitual impacto dramático, anulando el golpe de efecto utilizado para aturdir al espectador. Lo que queda es sólo la cruda violencia, que evidencia su sinsentido mientras sume a sus personajes en una espiral de deshumanización. Algo similar sucede con el contenido sexual, pues a pesar de haber abundantes desnudos no se integran como gancho para el público o para dinamizar diálogos que de otra manera resultarían indigestos, sino que por una vez responde al principio de representar la vulnerabilidad de ciertos personajes. Se despoja así a estos elementos de la espectacularidad para devolverlos a una función narrativa.

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Al igual que los robots que la protagonizan, Westworld es una serie consciente de su propia naturaleza, como demuestra la cita que abre este texto. Por suerte esta autoconsciencia va más allá del simple guiño cómplice para el público, y se utiliza para reflexionar sobre las formas de la narración y cómo nos relacionamos con ella, y no únicamente de su propio medio (la referencia a los videojuegos resulta evidente durante la temporada). Esta reflexión se pone en práctica con el propio desarrollo de la serie, que lejos de la habitual progresión tipo partida de ajedrez, en la que se establecen unos personajes que avanzan poco a poco hacia una conclusión previsible, en mayor o menor medida, en el final de temporada, se apuesta por un desarrollo más esquivo, en el que, como si de un parque de atracciones se tratase, se exploran todas las posibilidades que ofrece el mundo creado y se pone a los personajes en situaciones que dificilmente se pueden preveer con antelación, incluso dando protagonismo a aquellos que parecían ser simples secundarios. Con esta estrategia se sitúa al espectador en una situación incómoda, en la que nunca está seguro de lo que está por venir o la verdadera importancia de lo que acaba de presenciar.

Este planteamiento estructural le ha valido las críticas de parte del público que ha acusado a la serie de carecer de progresión narrativa o de arcos dramáticos para sus personajes, lo que se demostró como falso en la recta final de la temporada. En última instancia todos los elementos desplegados servían a un fin, por lo que el experimento narrativo resulta una simulación en vez de llevarse hasta sus últimas consecuencias, pero sin duda resulta más estimulante esa estructura laberíntica que una en línea recta en la que se ha acomodado la mayoría de los productos televisivos. Este aspecto demuestra que la serie es hija de la HBO, cadena que en su día estuviese al frente de la innovación televisiva, y que ha visto como se disolvía su hegemonía con la aparición de nuevos competidores. No podemos decir que Westworld haya revolucionado la forma de hacer televisión, pues aún se siguen arrastrando viejas costumbres como la falta de confianza en el lenguaje visual a la hora de transmitir un mensaje y el uso del diálogo como único vehículo para la información, pero al menos podemos celebrarla como un intento de dar un paso más allá. Lástima que parte del público no haya querido recoger el guante y continúen jugando a crear teorías que en ningún caso resultan beneficiosas: o estropean las sorpresas o construyen expectativas imposibles de satisfacer. Mientras no se decidan a cambiar las reglas del juego será imposible salir del bucle.

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Arrival: replantear el lenguaje

Doce naves alienígenas se posan en diferentes puntos de la Tierra. Su origen e intenciones son desconocidas y los militares se despliegan de manera preventiva. Una profesora universitaria detiene su clase para ver la noticia por televisión. En ese momento el encuadre se mantiene con los alumnos que miran atónitos a la pantalla, en lugar de entregarnos el contraplano del aterrizaje de las naves extraterrestres. Esta decisión formal ilustra el tipo de película que es Arrival, más interesada en las implicaciones individuales y colectivas de la presencia extraterrestre que en crear un espectáculo apabullante de acción y efectos especiales. La premisa del contacto con civilizaciones alienígenas no es ni mucho menos novedoso, como tampoco lo es la disyuntiva de la manera más adecuada de responder a ello: la instintiva respuesta agresiva frente a la posibilidad del diálogo. Por tanto, cabe plantearse ¿en qué se diferencia la película de Villeneuve para cosechar tantos elogios?

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Arrival se basa en el relato corto La historia de tu vida, en el que Ted Chiang utiliza este punto de partida para reflexionar sobre el lenguaje y cómo este puede ser un reflejo de la manera de pensar de una sociedad. El autor realiza un interesante juego lingüistico con los verbos, plenamente justificado dentro del relato, pero que resulta imposible de trasladar a la adaptación cinematográfica. Sin embargo Villeneuve decide traducir este juego al lenguaje de las imágenes en una de las decisiones más interesantes de la película, al utilizar recursos cinematográficos cuyo significado ya está asimilado en el subconsciente del público, para luego reformularlos en un proceso paralelo a la transformación que experimenta el personaje de Amy Adams. Esta estrategia, junto con la ya probada cualidad plástica y narrativa de sus imágenes confirman a Villeneuve como un director que domina las herramientas cinematográficas.

Resulta prácticamente inevitable la comparación con Interstellar, película con la que coincide en género y algunas inquietudes temáticas. Por suerte aquí nos encontramos lejos de la grandilocuencia impostada habitual en el cine de Christopher Nolan, y los giros de guión se integran de manera más orgánica, funcionando más allá de la búsqueda de impacto y viéndose reforzados por la implicación emocional con el personaje protagonista. Por desgracia, ambas películas también tienen en común un elemento negativo que amenaza con echar por tierra el resto de logros conseguidos por Dennis Villeneuve. Ese elemento es la sobreexposición de algunos diálogos, especialmente grave en el tramo final de la película, decisión que probablemente sea fruto de la búsqueda de alcanzar a un público más amplio, pero contradice la confianza en la capacidad comunicativa de las imágenes de la que hace gala durante el resto del metraje.

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La casualidad o el destino han querido que la película se estrene precisamente en un momento en que la política internacional está dominada por las posturas más reaccionarias y discriminatorias de la historia reciente, por lo que resulta aún más vigente un mensaje que reivindica lo enriquedecedor que resulta la comunciación con aquellos que son diferentes a nosotros. Un elemento ajeno que aporta otra lectura a una película de por si ya interesante.

 

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Que Dios nos perdone

Para comprender el tipo de película que es Que Dios nos perdone conviene prestar atención a un plano concreto, aquel en el que se revela al espectador la identidad del asesino, antes incluso de que los policías lo hayan descubierto. El personaje mira directamente a cámara en primer plano, el tiempo se ralentiza y los rasgos de su cara se acentúan por las sombras. El encuadre y la severidad del plano hacen que no quepa ninguna duda de que ese personaje es malvado, el enemigo a capturar. Se trata de un plano acusador, que se sabe importante a pesar de no sostenerse en nada más que en sí mismo. Un plano que revela la necesidad de precipitar acontecimientos para llegar a una conclusión, aunque sea de maneras cuestionables.

Rodrigo Sorogoyen, quien sorprendiera hace 3 años con Stockholm, presenta ahora una película adscrita a esa nueva ola de cine español que, en su búsqueda de alcanzar el éxito en taquilla y con el respaldo de los grandes grupos televisivos, ha encontrado una fórmula mágica en adaptar géneros y temáticas propias de Hollywood, cosechando así elogios tan dudosos como el ya habitual «es tan buena que no parece española». A pesar de la imitación de modelos ajenos, Que Dios nos perdone por suerte no intenta esconder sus orígenes, como bien indica su ambientación en pleno Madrid o el perfil del personaje interpretado por Roberto Álamo, que parece responder punto por punto al estereotipo de policía castizo.

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La película se asienta sobre sus dos protagonistas como pilares básicos, como demuestra el hecho de que durante los primeros treinta minutos se sucedan escenas de presentación de ambos, como si eso les otorgara mayor profundidad, aunque en realidad no se haga más que reincidir en sus señas personales: genio inadaptado uno, violento e impredecible el otro. Esta confusión de lo excesivo con lo importante hará también que Antonio de la Torre y Roberto Álamo cosechen numerosos halagos por sus interpretaciones.

Sorogoyen dirige la película con oficio y buen pulso, sabiendo siempre lo que quiere transmitir y las reglas del género al que se adscribe, aunque se permita ocasionalmente licencias de estilo, como el plano secuencia imposible que ya parece obligatorio en el cine reciente. Podría utilizarse incluso el socorrido sustantivo de artesano, que realmente sólo sirve para enmascarar un concepto mucho menos amable: el de película de encargo. Al menos esa es la sensación que transmite la dejadez de muchas decisiones de un guión resuelto a empujones, en el que las casualidades parecen ser el motor de la investigación en lugar de la pericia policial.. Incluso la ambientación de la película en la visita del Papa Benedicto XVI, que se vende como elemento clave, acaba por descubrirse como otra más de esas casualidades, con relevancia en una única secuencia (que se podría haber justificado de cualquier otra manera) pero ofrece la tan socorrida sensación de actualidad y anclaje a la realidad, que bastará para que se argumente que el film es un retrato de la España en que vivimos.

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Resulta evidente que desde Atresmedia se ha intentado reproducir el éxito que hace unos años alcanzara La isla mínima (Alberto Rodríguez) utilizando una fórmula similar, pero sólo han conseguido reincidir en sus errores. La evocación de referentes tan altos como el de David Fincher en este caso no consigue más que dejar en evidencia el resultado final, que parece andar sobre los mismos pasos que películas hechas hace 20 años, pero sin haber aprendido nada de sus hallazgos.

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Elle: esconderse a plena vista

Lo subversivo es más devastador cuando se disfraza de normalidad. Paul Verhoeven lo sabe perfectamente y por eso ha basado buena parte de su filmografía en ponerle los ropajes de distintos géneros a lo que en realidad son críticas al sistema establecido, aunque eso le haya supuesto en más de una ocasión que sus trabajos no hayan sido valorados con justicia, cuando no directamente malinterpretados. Verhoeven vuelve al cine 10 años después de El libro negro y ya lejos de la maquinaria de Hollywood con Elle, que con las hechuras de un thriller impecable lanza una carga de profundidad a las falsas apariencias de la burguesía y los deseos silenciados en la sociedad actual.

Elle comienza con su protagonista, Michèle, sufriendo un asalto sexual, que su gato observa de manera impasible. «No te pido que le arrancases los ojos, pero al menos le podrías haber arañado un poco» le dice posteriormente Michèle al felino. Probablemente en esa línea se dirigirá el primer impulso que sentirá el espectador ante la escena, con una mezcla de impotencia y odio hacia el violador y compasión ante la víctima, para encontrarse cada vez más cerca de la posición distanciada del gato a medida que vayamos descubriendo al personaje de Michèle, interpretado por una maravillosa Isabelle Huppert que parece la personificación del espíritu del film: elegante en la superficie pero llena de oscuros recovecos. Verhoeven despliega su universo particular de mujeres poderosas y manipuladoras que sólo pueden encontrar su igual en otra fémina, mientras los hombres se creen mucho más inteligentes de lo que realmente son y basta una patada en la entrepierna para anular su superioridad física.

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Donde en Starship Troopers estaba el ejército y en Showgirls el mundo del espectáculo, aquí tenemos a la industria del videojuego como el entorno laboral cerrado en el que se mueve la protagonista. Lejos de tratarse como la enésima crítica vacía a los excesos del videojuego y culparle de todos los males de nuestra sociedad, funciona como entorno ideal para representar a una sociedad hipócrita que silencia sus deseos para darles rienda suelta de manera virtual. Verhoeven no desaprovecha la oportunidad de mostrar a la religión como otra cara de la misma moneda, descubriendo como falsedad lo que parece ser simple mojigatería.

Se construye así una película sobre las falsas apariencias que precisamente corre el riesgo de que su sentido del humor no permita apreciar lo afilado de su discurso, o que algunos no sepan leer más allá de la provocación y decidan ir por la vía de ofenderse, tan de moda hoy en día. Tratándose de un director que ha sufrido directamente las consecuencias del puritanismo en su carrera, hay que agradecer que Verhoeven se mantenga fiel a su estilo y no se esconda bajo disfraces complacientes. A fin de cuentas sin riesgo no hay diversión.

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64 Festival de San Sebastián: Jornada 7

Llegamos a la séptima jornada del festival con la poderosa sospecha de que la selección oficial de esta edición se ha hecho buscando el diálogo entre las películas proyectadas. Ya hemos nombrado las conexiones que se pueden rastrear entre Nocturama y Playground, Colossal y Un monstruo viene a verme o los últimos trabajos de Sorogoyen y Alberto Rodríguez. En esta ocasión les ha tocado coincidir en la misma jornada a los últimos trabajos de Jonás Trueba y Hong Sang-Soo. La obra del director coreano es uno de los no pocos ecos que resuenan en La Reconquista de Trueba (botella de Soju incluida), donde la habitual inquietud y jugueteo con las formas del director madrileño se cristalizan en una obra ensimismada. El trabajo de Trueba acostumbra a usar referentes fruto de la cinefilia, pero siempre había conseguido alzar una voz propia o al menos la búsqueda de ella. En esta ocasión parece hacer propio el discurso de su protagonista al esconderse en las voces de otro, ya sea a través de las formas o del uso de canciones o extractos literarios con los que expresar la tesis del film. El resultado confunde sensibilidad con sensiblería, fruto de unos diálogos en absoluto naturales, menos aún puestos en boca de unos adolescentes. Queda la sensación de que cierta frescura propia de ese cine «hecho sobre la marcha» se ha perdido en el camino, un camino del que probablemente esta película sea un paso intermedio y que por tanto esperamos conocer su destino.

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Un caso prácticamente opuesto es el de Yourself and yours de Hong Sang-Soo, al menos en lo formal. El director coreano sigue haciendo uso de su habitual arsenal de recursos formales y constantes temáticas, pero siempre añadiendo alguna variante, para construir un cine de apariencia sencilla, siempre natural, con el que plantear cuestiones más profundas. En esta ocasión al alcohol, el amor, las repeticiones y segundas oportunidades se añade la cuestión de la identidad. Hong Sang-Soo mantiene con pulso un film de apariencia trivial, cercano al de una comedia de enredos, que se revela como algo más complejo y a la vez delicado en su secuencia final, lanzando un discurso no muy diferente al de Trueba sobre el camino para conocerse a uno mismo y a aquellos que nos acompañan.

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También dentro de la sección oficial se presentó El Invierno de Emiliano Torres, un seco drama sobre el capataz de una finca en la desértica Patagonia argentina. La película se muestra decidida a mimetizarse con el entorno, utilizando la cantidad mínima de recursos estilísticos así como muy pocos diálogos. Quizás el aporte más interesante sea su lectura sobre la gélida situación laboral de muchas regiones, en las que conseguir un trabajo es cuestión de vida o muerte y que justifica renunciar a prácticamente todo.

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