Hace unos días acudí a una proyección de El hijo de Saúl. Al terminar se pone en escena la representación habitual: silencio en la sala, pocos se mueven de su butaca hasta que se encienden las luces, momento en el que empiezan a abandonarlas en orden y silencio, aún digiriendo las imágenes. Una vez fuera de la sala empiezan las conversaciones y el intercambio de opiniones. Una voz se alza envalentonada por encima del resto, haciendo difícil poder ignorarla. Esa voz reclamaba que la forma en la que está rodada la película le cansaba y resultaba aburrida. Una afirmación que resulta llamativa por las implicaciones que conlleva.
La película de László Nemes cuenta con una puesta en escena muy personal, apoyada sobre dos pilares: la cámara al hombro y la escasa profundidad de campo. La propuesta visual se pone sobre la mesa desde el comienzo, quedando claro que el planteamiento pasa por mostrar el punto de vista del protagonista y, al igual que hace él, intentar ignorar su entorno, por difícil que resulte. Estas reglas auto impuestas por el director tienen por tanto una función narrativa y la clara intención de trasladarnos el estado mental de su protagonista. Si bien pueden derivar en cierta monotonía visual, resulta poco coherente pedir diversión a una película ambientada en un entorno tan miserable como es un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial (salvo que se quiera ver La vida es bella).
El problema de fondo es la falta de reflexión sobre las imágenes. En este caso, ese espectador no pareció interesarse en pensar el por qué de esa puesta en escena y simplemente la despreció por no adaptarse a cierto canon académico. Gran parte del público se mantienen enrocado en una posición en la cuál consideran que son las películas las que deben esforzarse para llegar a ellos, en lugar de plantear una mucho más constructiva relación bilateral con las imágenes. Pocas cosas resultan más estimulantes que una película capaz de sacarte de tu zona de confort, que te empuje a replantearte las reglas del juego. Mientras no nos dejemos sorprender, nos limitaremos a ver las mismas películas una y otra vez. Y eso lo saben muy bien los grandes estudios, que han convertido a la nostalgia en el principal motor de la industria cinematográfica y televisiva actual.