Una de las cualidades que me parecen más interesantes de ciertas películas es el interés por interrogar al espectador, la capacidad de mirarle a los ojos para plantearle cuestiones que vayan desde lo formal a lo puramente conceptual o intelectual. Esas películas que no tienen miedo a trascender la naturaleza de producto de entretenimiento a la que muchos aún siguen empeñados en reducir al cine. Películas valientes pero que no siempre son reconocidas por ello, como los dos casos que ocupan este texto, dos trabajos actuales, surgidos de los dos extremos del mundo, con características muy diferentes pero a la vez con factores que las hacen coincidir.
La primera es A touch of sin, el último trabajo de Jia Zhang Ke, que fue presentada en la edición de Cannes del año 2013 y recientemente pudo verse en el festival internacional de cine de Las Palmas. Se podría definir a ésta como una película episódica, pues a lo largo de su metraje asistimos a momentos vitales de 4 personajes presentados de manera secuencial, sin que apenas exista relación entre ellos. Sin embargo el verdadero protagonista de la película es la violencia con la que se resuelven las historias de cada uno de estos personajes, todos ellos perdidos en un mundo cada vez más corrupto en el que mal se esconde a plena vista en todos los estratos de la sociedad. Los personajes encuentran en esa violencia la única manera de salir de la opresión y la injusticia, rompiendo e iniciando a la vez el círculo vicioso en el que están atrapados. Así la película plantea un dilema ético, a la vez que reflexiona sobre el origen de la violencia, su creciente presencia en la vida cotidiana y la posible justificación de este tipo de actos.
Sin embargo el enfoque de A touch of sin en torno a la violencia va más allá de este aspecto, y dirige su mirada también hacia el impacto de su representación en el cine. La presencia de los animales es importante a lo largo de la película, apareciendo durante el metraje en varias ocasiones como objeto de actos violentos, siendo maltratados, sacrificados o incluso con imágenes más alegóricas. Resulta llamativo como algunas de estas imágenes se encuentran entre las más impactantes del filme, causando un gran impacto en el espectador. Ante esto se plantea la cuestión de si resulta menos soportable este tipo de violencia que los muchos asesinatos que se suceden, quizás debido a que el espectador es consciente de que estos actos no son una representación. Esto nos lleva a la idea de que cabe la posibilidad de que el público se llegue a acostumbrar a la violencia en el cine, llegando a banalizarla, algo que se refleja a la perfección en una escena en la que un grupo de personas observan de manera impasible un tiroteo en una película, que produce un poderoso contraste con la escena inmediatamente anterior en la que se ha producido un asesinato a sangre fría. Si consumimos violencia como una forma más de entretenimiento, ¿cómo la percibiremos cuando aparece en nuestro día a día?
En torno a esta reflexión llegamos a la secuencia final de la película. Xiaoyu, uno de los personajes principales, se encuentra con una representación teatral al aire libre. El público rodea el escenario donde se representa un juicio en el que una mujer confiesa haber cometido un asesinato, a lo que el juez le pregunta si ‘entiende la naturaleza de su violencia/pecado’. Xiaoyu observa la escena visiblemente afectada, recordando los hechos que se han producido en su vida. El siguiente plano nos muestra al resto del público que observa la escena, completamente concentrados en la obra, algunos incluso con una sonrisa en los labios. De esta manera el director dirige la mirada al espectador, haciéndole cuestionarse la forma en la que ha percibido la película. ¿Hemos sido realmente conscientes de la naturaleza de esa violencia? La reflexión resulta especialmente interesante teniendo en cuenta la forma en que juega con un aspecto redentor en esos actos de violencia, llevándola a puntos en los que podría incluso considerarse justificable. Así, con un único plano el director consigue que el espectador tenga que replantearse su postura respecto a la película.
Este plano tiene un interesante eco en otra de las grandes películas del pasado año: El lobo de Wall Street, de Martin Scorsese. El discurso de esta película apunta también hacia la corrupción y las injusticias presentes en la sociedad, pero en este caso el causante es la ambición y la fina línea que la separa de la obsesión. Para ello Scorsese se sirve de la biografía de Jordan Belfort, un broker de Wall Street que no dudó en pasar por encima de cualquiera para llegar a tener todo lo que quería. En el tramo final de la película Belfort pierde gran parte de sus riquezas, a su familia y acaba pasando una temporada en la cárcel, pero el espectador tiene la sensación de que el castigo no es suficiente, como ha dejado claro un sector de detractores de la película que la acusan incluso de defender la actitud del protagonista.
Sin embargo la clave se encuentra en el último plano de la película. Belfort está impartiendo un curso motivacional para emprendedores, luciéndose ante un público absorto que desea aprender sobre los negocios todo lo que ese broker pueda ofrecerles. Entonces Scorsese utiliza el mismo recurso que Jia Zhang Ke y nos muestra a ese público embelesado con la figura de Jordan Belfort, planteando de forma indirecta una cuestión: ¿somos realmente tan diferentes de ese rebaño de ovejas? ¿No hemos tenido la misma mirada perdida que la de los individuos que aparecen en pantalla? ¿Acaso durante el metraje no hemos admirado, aplaudido o incluso envidiado el tipo de vida de ese individuo que ahora despreciamos? ¿No será que quizá seamos en cierta medida responsables de esos males que enturbian nuestra sociedad? La duda queda sembrada, ahora es el espectador el que tiene que reflexionar.